MI ALARMA, MI GRAN CAMBIO
Para ser sincero, siempre fui de esos que odian las mañanas. Mi alarma, un pitido horrible en mi celular, era el sonido más molesto del mundo. La posponía una y otra vez, cinco veces mínimo, hasta que ya era tarde y tenía que salir corriendo para no perder el camión a la secundaria. Desayunaba a las prisas, me vestía como podía y casi siempre llegaba de mal humor a la escuela, aquí en Naucalpan.
Un sábado por la mañana, mi papá me vio en esas. Él no es de hablar mucho, pero cuando lo hace, sus palabras se quedan grabadas. "Daniel," me dijo, "una buena mañana empieza la noche anterior. Y una buena alarma no solo te despierta, te impulsa." En ese momento, no entendí del todo a qué se refería. Pensé que solo era otra de sus frases de papá.
Pero al día siguiente, cuando sonó ese maldito pitido, algo fue diferente. En lugar de estirar la mano y buscar el botón de posponer, me levanté. Fue casi un impulso, una curiosidad. Decidí que iba a probar algo distinto. Me duché, me vestí y, en lugar de prender la tele o agarrar el teléfono, me senté en mi escritorio. Saqué una libreta que tenía por ahí y escribí tres cosas que quería lograr ese día. Eran cosas simples: "terminar mi tarea de matemáticas", "ayudar a mi mamá con las compras", "leer 20 páginas de mi libro favorito".
Los primeros días fueron un fastidio, para qué mentir. El colchón me llamaba, la almohada se sentía tan cómoda. Pero cada vez que lograba levantarme con la primera alarma, sentía como una pequeña victoria. La mañana, que antes era puro estrés, empezó a sentirse como un espacio de calma. Poco a poco, me di cuenta de que la alarma no solo me sacaba de la cama, sino que me conectaba conmigo mismo.
Con el tiempo, mi "buena alarma" fue evolucionando. Ya no era solo levantarme al primer intento. Era qué hacía con ese tiempo extra. Empecé a meditar unos cinco minutos, a estirar mi cuerpo. Incluso empecé a planificar mi día con más intención, pensando en lo que quería lograr. Las tareas de la escuela se sentían menos pesadas, las discusiones en casa disminuyeron y hasta mis calificaciones mejoraron. Mis amigos lo notaron. "Estás más animado, Daniel", me decía Mateo, mi mejor amigo.
Un día, mientras me preparaba para ir a la escuela, mi papá me observó desde la cocina. Supongo que había estado notando mi cambio. "Veo que finalmente entendiste lo de la buena alarma", me dijo con una sonrisa.
Le sonreí de vuelta. "Sí, papá. No es solo un sonido. Es el recordatorio de que cada día es una oportunidad para empezar de nuevo, para ser más intencional. Es el sonido de mi yo futuro llamándome".
Así fue como, aquí en Naucalpan, en medio del ruido de la ciudad, descubrí que levantarme a la primera alarma no era una obligación, sino una liberación. Era el primer paso para tomar el control de mi día, de mi vida. Mi alarma, que antes era mi archienemiga, se había convertido en mi mejor aliada, una especie de sinfonía matutina que me anunciaba un nuevo comienzo cada día.
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