Narrativa - Monserat 😺

MI RENCUENTRO CON LA COMIDA

"¡Otra vez sopa de verduras!", pensaba con fastidio, mirando mi plato con desinterés. Si soy honesta, mi relación con la comida siempre fue complicada. Cuando era niña, la comida era un juego, pero al crecer, se volvió algo confuso. Con 15 años y viviendo aquí en Naucalpan, entre la escuela, mis amigos y las redes sociales, todo el tiempo escuchaba sobre dietas milagro, cuerpos perfectos y "comida prohibida". Y claro, yo quería encajar.

Empecé a obsesionarme. Contaba calorías, evitaba ciertos alimentos y me sentía culpable si comía algo "malo". Mi energía bajó, mis cambios de humor eran constantes y, la verdad, me sentía más infeliz que nunca. Mis papás lo notaron. Mamá, que siempre ha sido muy observadora, me veía sin ganas de comer y siempre cansada. Un día, después de que dejé mi cena casi intacta, se sentó a mi lado. "Monse", me dijo con voz suave, "¿Qué está pasando con la comida? Te veo preocupada".

En ese momento, rompí a llorar. Le conté todo: la presión, la confusión, lo mal que me sentía. Ella me abrazó fuerte y me dijo algo que me hizo un clic: "La comida no es tu enemiga, mi amor. Es tu energía, tu gasolina. Tu cuerpo es increíble y necesita fuerza para todo lo que haces".

Esa conversación fue el inicio de mi cambio. Mis papás me sugirieron ir con una nutrióloga. Al principio no quise. Pensaba que me iba a regañar por todo lo que comía. Pero la verdad es que fue todo lo contrario. Se llamaba Ana y fue súper comprensiva. Me explicó que la comida es mucho más que calorías. Me habló de los macro y micronutrientes, de cómo cada alimento cumple una función en mi cuerpo. No me dio una dieta estricta, sino que me enseñó a escuchar a mi cuerpo.

Aprendí a identificar qué me hacía sentir bien y qué no. Empecé a probar nuevas frutas, verduras y granos enteros. Descubrí que la comida de mi casa, la que preparaba mi mamá con tanto cariño, era la mejor. Aprendí a disfrutar de un plato de sopa de verduras porque sabía que me estaba dando vitaminas, o un buen plato de frijoles que me daban energía para mis clases.

También me di cuenta de que no tenía que ser perfecta. Si un día comía un pedazo de pastel con mis amigos, no era el fin del mundo. Lo importante era el equilibrio y la moderación. Ana me ayudó a entender que la comida también es un placer social, una forma de compartir y disfrutar.

Hoy, mi relación con la comida es muy diferente. Ya no la veo como algo a lo que temer o algo que controlar obsesivamente. La veo como mi aliada. Disfruto cocinando con mi mamá, experimento con nuevas recetas saludables y me siento mucho más fuerte, con más energía y, lo más importante, ¡mucho más feliz!

Si alguien me pregunta ahora, les diría que la comida es una experiencia completa: nutre tu cuerpo, alimenta tu mente y te permite disfrutar de la vida. Y sí, a veces, una buena sopa de verduras es justo lo que necesitas.